Lydia y la Corte
Detrás de la Noticia Ricardo Rocha 29 de noviembre de 2007 Lydia y la Corte |
Si la Suprema Corte falla hoy en contra de Lydia Cacho y a favor de Mario Marín, se habrá derrumbado la justicia en este país. Nada sería más sospechoso.
Y es que pocas veces se ha amontonado un cúmulo de evidencias tan escandaloso sobre un uso abusivo y criminal del poder, como el ejercido por el gobernador de Puebla en contra de la periodista. Ambos situados en los puntos extremos en la escala de los valores humanos.
No hay en la trayectoria de Mario Marín nada destacable. Ningún acto trascendente. Ninguna acción para la historia. Sin mérito alguno, como no sean rasgos habilidosos de obsecuencia, sumisión y cortesanía ante los poderes económico y político para llegar a donde está. El mismo servilismo mostrado hasta la náusea en aquella conversación del oprobio en la que da cuenta de “los coscorrones a la vieja cabrona” para mover la cola y halagar a quien lo mandó de cacería: el empresario Kamel Nacif, que en reciprocidad lo rebautizó con el apodo tan ofensivo como paradójico de el góber precioso. Por ello, Marín está ya moralmente condenado y sobre él pesará por siempre un inevitable castigo social en forma de merecida repulsa.
En cambio, Lydia Cacho es una heroína civil. Sin exageración alguna. Desde años antes de estos avatares ha ejercido un periodismo crítico y valiente que la ha hecho víctima de la violencia represiva de personajes como Mario Villanueva. En paralelo, se ha jugado la vida por centenares de mujeres que han encontrado refugio y ayuda incondicional en el Centro Integral de Apoyo a la Mujer y sus hijos maltratados que ella fundó y dirige.
Lydia se ha horrorizado con sus horrores y ha llorado sus lágrimas. Me constan igual su entrega devota a esta causa, como las huellas de las balas en la fachada del CIAM por quienes se han cebado en golpear sistemática y ferozmente a sus mujeres. En esta tarea de alto riesgo ha enfrentado igual a procuradores, jueces, narcotraficantes y policías judiciales, que para el caso son lo mismo. Y fue precisamente esta labor tan admirable como conmovedora la que la derivó a sus investigaciones sobre la red de pederastia audazmente descubierta en Los demonios del edén. Una denuncia que la convirtió en víctima de una treintena de funcionarios públicos y policías. Lydia nunca fue detenida, fue secuestrada, torturada y amenazada. Y ese poder avasallante atropelló todos sus derechos humanos. Sólo su fortaleza moral la hizo sobrevivir, aunque fuera para enfrentar una nueva amenaza: la de la Suprema Corte de Justicia de la Nación. Y en ella nos incluimos todos los mexicanos de buena fe.
Y es que un fallo favorable en el sentido de que no hay elementos para responsabilizar a Marín de violar garantías y derechos de Lydia Cacho y, más aún, de violentar los principios de federalismo y división de poderes, sería un fallo en contra de Lydia y de todos nosotros. Un mensaje explícito de que la bondad, la solidaridad y el valor para denunciar las injusticias no representan nada. Que el poder lo es todo. Que en este país seguirán ganando los malos.
Por ello irritan y ofenden los argumentos leguleyos de ministros fundamentalistas y convenencieros como Mariano Azuela y Salvador Aguirre Anguiano, que promovieron mañosamente la eliminación de los agravantes de pederastia y pornografía infantil y ahora insisten en la ilegalidad de las grabaciones como si no hubiera además otras muchas pruebas de la inocultable culpabilidad de Marín y compañía. Alientan en cambio las posturas de José Ramón Cossío, José de Jesús Gudiño Pelayo y, sobre todo, Genaro Góngora Pimentel y Juan Silva Meza, quien en su dictamen concluyó que indubitablemente el gobernador poblano violó los derechos de la escritora.
Preocupan, finalmente, las indefiniciones del presidente Guillermo Ortiz Mayagoitia y el resto de los ministros, quienes siguen dudando entre una estricta justicia que corresponda a la ética más elemental y a la moral pública o la vieja práctica de defender a como dé lugar a los poderosos del statu quo.
En suma, Mario Marín está irremisiblemente condenado por el juicio público. En cambio, Lydia Cacho es ya una victoriosa luchadora social con un lugar de privilegio en la historia. Mientras, la Corte se debate en su laberinto del que saldrá luminosa o manchada para siempre.
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