Adolfo Sánchez Rebolledo
La Convención Nacional Democrática
La coalición Por el Bien de Todos decidirá en el curso de las próximas semanas el futuro del mayor movimiento político, social y electoral encabezado por la izquierda desde el cardenismo. Para ello ha sido convocada la Convención Nacional Democrática a celebrarse en el Zócalo el 16 de septiembre, cuyos objetivos sobrepasan, tácticamente, los que venía planteándose la coalición.
Es cierto que se establece como "una iniciativa para organizar la resistencia civil pacífica de la sociedad y exigir el respeto de la voluntad popular", pero ahora se trataría de incluir la protesta en un movimiento político social de largo alcance para transformar las instituciones del país. Aunque el texto de la convocatoria dado a conocer por López Obrador parece sujeto a la última decisión del tribunal electoral ("De consumarse el fraude electoral..."), el propósito trasciende la coyuntura y en cierta forma va más lejos, pues llama a "poner fin a la República simulada, a construir las bases de un verdadero Estado de derecho y a llevar a cabo las transformaciones profundas que el país necesita". La invocación al artículo 39 de la Constitución ("El pueblo tiene, en todo tiempo, el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno") no deja dudas en cuanto a la profundidad de tales metas y a los riesgos que será difícil eludir.
Esta regeneración de la vida pública e institucional implicaría, como se asienta en el texto citado, "combatir la pobreza y la monstruosa desigualdad imperante; defender el patrimonio de la nación; impedir la enajenación de los bienes nacionales y la privatización del petróleo, la electricidad, la educación pública, la seguridad social y los recursos naturales. Implica hacer valer la democracia y los derechos ciudadanos; defender el derecho público a la información; acabar con la corrupción y la impunidad de unos cuantos y de los poderosos; y renovar a fondo todas las instituciones civiles para ponerlas al servicio del pueblo y sujetarlas genuinamente a los principios constitucionales". En otras palabras, lo que se pretende es llevar a sus últimas consecuencias la reforma social y política cuya posposición histórica está en el fondo de los graves problemas actuales y que la derecha, satisfecha con el orden actual, no está dispuesta a propiciar.
Para conseguirlo, la convocatoria llama a "un diálogo democrático por la libertad, la justicia y la democracia, entre las diversas expresiones sociales, políticas y culturales de la nación. Se trata de una discusión sobre la crisis política abierta por la imposición antidemocrática y la solución a los problemas fundamentales de México". Del resultado de ese diálogo se habrá de decidir "el papel que asumiremos en la vida pública de México". Así pues, no hay que adelantar vísperas.
Algunas anotaciones obvias: crear una gran coalición para impulsar las reformas progresistas que requiere el desarrollo social exige firmeza de los convencionistas, ciertamente, pero también flexibilidad para unir en un solo torrente a todas las fuerzas que, inclusive por razones distintas, están interesadas en la gobernabilidad democrática. Hay que evitar el sectarismo y salir al paso de las visiones catastrofistas que niegan cualquier avance y exigen un cambio súbito, sin importar los costos y la subsecuente desmoralización. La vías sí importan y no son intercambiables.
Es la hora de realizar un examen crítico de los partidos, no para desecharlos como trastos viejos en nombre de la acción directa, sino para transformarlos en órganos realmente útiles a la sociedad y, en el caso de la izquierda, desterrando de ellos prácticas y conductas estériles o corruptas, de modo que puedan ser espacios donde de verdad se elaboren las piezas maestras de, digamos, una nueva hegemonía, es decir, la posibilidad de disputar en cada espacio de la sociedad el dominio que ejercen los centros de poder ideológico y material, cosa que hoy, por desgracia, no ocurre.
La izquierda -se ha probado en las elecciones- no es ningúna corriente marginal, pero aún tiene que convertirse en la representación real de la mayoría. Y para ello, sin atarse al temporal electoral, debe arraigarse en los barrios y en los pueblos, en las oficinas y en las empresas, en la escuela, hacer política local, cotidiana, sin olvidar que ya gobierna millones y millones de ciudadanos de muy diversas adscripciones políticas que esperan de ella una gestión diferente.
Es imposible pensar en el futuro sin potenciar el papel que deben jugar los diputados, tanto locales como federales, y, por supuesto, los senadores, cuyo trabajo final debería incidir en la educación democrática de los ciudadanos.
En rigor, ninguna otra institución, no la Presidencia, desde luego, puede hacer una aportación como la que en teoría puede hacer el Congreso en defensa del pluralismo y la reforma democrática del Estado.
La convención tiene que ofrecer, además de otros planteamientos, un bosquejo de su propuesta de cambio de régimen, es decir, la actualización de la Constitución para sustituir en definitiva al presidencialismo crepuscular, que tanto daño ha hecho a la nación, por otro que efectivamente refleje el pluralismo y evite el estancamiento del Estado.
El gobierno actual creyó, irresponsablemente, que podría borrar del mapa a la izquierda. Ese es el fondo de la crisis presente. La izquierda tiene que calcular sus pasos sin darles pretextos a quienes sólo esperan un error para destruirla o incendiar el país en el intento.
Ojalá y la convención sea capaz de unir la energía y el valor de la protesta con el ánimo sereno y reflexivo que el momento histórico reclama.