EXCOMUNIÓN TERRORISTA EN UN 1° DE MAYO “La religión es el opio de los pueblos” Karl Marx a Julio Hernández López Mientras al infierno los sacerdotes lo intentan legalizar por encima de los derechos de los ciudadanos que defienden la legitimidad en un país vuelto al revés por la derecha. Y millones de trabajadores marchan en distintas ciudades de la República Mexicana para defender las pocas cosas ganadas a través de las luchas sindicales, en Puebla: la iglesia y sus curitas, los empresarios y sus hordas de lacayos, los políticos pinochos y sus secuaces se preparan para rendir pleitesía al “Góber Precioso” y su presidente ilegítimo Calderón, quienes encabezarán el desfile cívico militar del 5 de mayo. Ahí se ve la calaña y el despropósito con que manchan de mentiras su investidura. Primera hipótesis: Marín cederá todo para cubrirse la espalda mientras que Fecal también hará lo propio para su beneficio, con lo cual todos perdemos tanto: Democracia, justicia y libertad. ¿Serán acusados acaso de políticos terroristas y enviados al patíbulo de la vergüenza algún día? CASTAÑEDA (PARTE 28) A Castañeda comenzó a dolerle la cabeza. No había dormido nada. Quizá unos breves cabeceos mientras estaba afuera del cuarto de azotea de Elena. Aún tenía entre las manos el periódico donde se detallaba el secuestro de la reportera del Imparcial. ¿Qué hacer? Eran las 6:20 de la mañana y parecía extraviado. La punzada en la siente era constante. El joven del puesto de periódicos lo miró con recelo, pero siguió descargando las pacas con los diarios. Castañeda intentó pensar con rapidez que podía haber sucedido. Se llevó una mano a la frente y con dos dedos comenzó a masajearse las sienes. ¿Quiénes eran los sujetos que se le habían adelantado? ¿A qué grupo pertenecían? ¿Los habría mandado el señor Hernández paralelamente a él, pensando que era demasiado inepto? ¿Sería el senador Xavier Beltrán o tal vez era un ardid de la senadora Consuelo Palacios para confirmar lo que había dicho en la conferencia de prensa? Esta vez estaba en blanco. No sabía cual era la estrategia del enemigo hasta que la iba leyendo en los diarios. Castañeda se subió a su automóvil y encendió la radio. Buscó la estación con las noticias de la mañana. Cuando la encontró estaban hablando del pronóstico del tiempo que habría en la capital. Arrancó y se fue directo a su departamento para darse un baño y luego salir disparado hacia el partido. Suponía que no había tiempo que perder. Cuando se estaba preparando el café después de salir de la ducha, sonó su teléfono. —Buenos días, Luis —dijo el doctor Núñez—. Espero no haberte despertado. —¡Para nada! ¡Ya hasta salí de la ducha! —fue la contestación lacónica de Castañeda, quien estaba pensando aún en lo que había sucedido con Elena. —¿Puedes venir al hospital hoy? —cambió el tono de voz el doctor. —¿Sucede algo? Hubo un silencio. —Ya salieron tus resultados. —¿Y? —Te los doy cuando vengas, Luis. ¿Puedes hoy por la tarde? ¿Cómo a las cinco? Castañeda sirvió una taza de café y le agregó un sobre de crema. Hizo un cálculo mental pero no encontraba un espacio libre porque no sabía que era lo que iba a hacer durante todo el día. —Yo te aviso. —Es importante —argumentó el doctor. —Entonces dímelo ahorita. —Por teléfono no, Luis. —Entonces yo te aviso. Vale. Hubo otra pausa que aprovechó Castañeda para darle un sorbo a su café. —Está bien —finalizó el doctor Núñez—. Nos vemos por la tarde. —No te lo aseguro. Pero lo intentaré. —Me hablas. —Sí. Claro. —Nos vemos. Castañeda llegó al partido antes que el señor Hernández, y esto lo supo porque su camioneta con su chofer no estaba en el estacionamiento. Entró a la oficina de su jefe y se sentó en un sillón que estaba en una esquina cuyo frente tenía una mesita y un florero. Cerró un momento los ojos y cuando los abrió se encontró directamente al señor Hernández, quien lo miraba con la vena del cuello sobresaltada y el semblante rojo. —Eres un imbécil —le espetó a quemarropa—. ¿Cómo se te ocurre hacerlo a la vista de todos, pendejo? —y le arrojó un ejemplar del Imparcial al cuerpo. Castañeda lo tomó casi deshojado. Intentó desvanecer el sueño lo más rápido. Parpadeó varias veces seguidas para espantar la arena que sentía en los ojos. En eso se quiso incorporar pero fue echado de nuevo al sillón por una sonora bofetada del señor Hernández. —Nunca debí contratarte. Todo fue un maldito favor a tu padre. Si supiera la clase de alimaña que tiene por hijo, se estaría revolcando en su tumba. Castañeda se llevó una mano a la mejilla y empezó a sobarse. —Nosotros no fuimos, señor. Se nos adelantaron. El señor Hernández pareció detenerse de improviso en el tiempo mientras digería lo que le acababa de decir Castañeda. Entornó los ojos para pensar a la velocidad de la luz. De inmediato la vena del cuello se le inflamó al doble y soltó un puñetazo que fue a estrellarse en la nariz de Castañeda. —Peor, pendejo. Castañeda vio literalmente estrellitas y le comenzó a sangrar la nariz. La tenía quebrada. El señor Hernández se retiró hacia su escritorio farfullando improperios y se sentó. —Vete a lavar, carajo —tomó el teléfono y marcó un número—. Pero ¿qué esperas? Me estás manchado toda la alfombra. Castañeda se incorporó. Echó la cabeza hacia atrás y fue al baño particular de la oficina. Cuando se vio al espejo no se reconoció. No tenía nariz. Su afilada nariz acababa de desaparecer. Castañeda llegó al hospital sin avisarle al doctor Núñez ni a nadie. Había bajado por el ascensor con un papel desechable sobre la nariz pero no se había encontrado a nadie durante el trayecto. Subió a su auto y se fue al hospital. A la enfermera que tomó sus datos le dijo que se había resbalado mientras se bañaba y que se había pegado con el filo del lavabo. La enfermera no dedujo que si se estaba bañando por qué llevaba un traje y corbata todo salpicados de sangre: ¿Acaso uno se rompía la nariz y se vestía de sastre para ir al hospital? Unos minutos después llegó un doctor de urgencias y, luego de examinar las placas radiográficas que le tomaron en el acto, le dijo que se recostara en una cama de exploración. Una enfermera le puso una inyección en la frente y luego otra en cada mejilla. El doctor le dijo a Castañeda que le avisara cuando empezara a sentir hormigas sobre la piel del rostro. Cinco minutos después la anestesia ya había surtido efecto. El doctor introdujo unas pinzas metálicas en las fosas nasales de Castañeda. —No se mueva. Esto le va a doler un poquito —y jaló con fuerza hacia arriba. Castañeda oyó como crujió su tabique nasal para inmediatamente después lanzar un alarido. La enfermera se aproximó y le tomó con fuerza la cabeza para que no se moviera. —Ya. Sólo falta un poco más —pidió el doctor y jaló de nuevo. Castañeda sintió como un gran coágulo bajaba de su nariz a su garganta. La boca le sabía a fierro. —Aguante. Aguante —y jaló por tercera vez el doctor la nariz de Castañeda. Castañeda regresó a su departamento con los ojos morados y un pedazo de yeso que tenía pegado a la nariz. El señor Hernández le había dado vacaciones por tiempo indefinido para que se recuperara de su “caída”. Se recostó en el sillón y se puso a ver su magnífica pecera. Ah... los peces. Sin pena ni gloria ahí van. Sólo se molestan cuando tienen hambre. Y Castañeda nunca dejaba de alimentarlos. La señora Miranda hacía un trabajo excepcional. Todo estaba en su sitio. Los peces no se inmutaban ante la claridad con que veían el mundo exterior. ¡Carajo! No lo calentaba ni el sol. ¡Carajo! Castañeda se levantó y se dirigió a su pecera: tomó la red y la introdujo en el agua para sacar un pequeño pescadito transparente que flotaba muerto. Castañeda durmió hasta pasadas las siete de la noche. La señora Miranda había hecho el menor ruido posible para no molestar a su patrón mientras hacia el quehacer del departamento. Incluso ni siquiera había encendido la aspiradora para dejarlo descansar. Preparó los alimentos que empaquetó para luego introducirlos en el refrigerador. A las 4 p.m. la señora Miranda se puso su abrigo y abandonó el departamento. Durante el sueño, Castañeda se vio en medio del despacho del señor Hernández escribiendo sobre la hoja en blanco una carta de suicidio de Elena. Una despedida. Elena aparecía de pronto y le decía que nadie le iba a creer, que nadie se iba a tragar ese cuento porque ella le ponía bolitas a las íes en lugar de sólo puntitos. Castañeda reía y le contestaba que eso no era problema, la hoja tenía sus huellas y él, con los guantes que llevaba puestos, tenía las manos limpias y ninguna cola que le pisaran. Era el hombre de las manos limpias. De repente Elena se transformaba en el señor Hernández quien lo felicitaba por su astucia. Pero la felicitación duraba hasta que Cecilia Macías se acercaba al señor Hernández y comenzaba a besarlo. Castañeda salía del despacho y se encontraba con el doctor Federico Núñez quien estaba sentado en el lugar de la secretaria. No hay recados, licenciado, le decía el doctor. Castañeda pasaba de largo hasta que por algún extraño misterio del inconsciente, Castañeda veía un pez que poco a poco se iba acercando a él. Ahora estaba en medio de un lago. El pez era inmenso. Castañeda empezó a sentir angustia. Intentó sumergirse pero parecía que el agua era sólida. En ese momento el pez se abalanzó con la boca abierta y Castañeda se despertó. Eran pasadas las siete de la noche y el teléfono estaba sonando. Castañeda lo tomó. Era el señor Hernández. —¿Cómo sigues, Castañeda? —dijo sin saludar. Castañeda guardó silencio. —Bien, al grano —continuó el señor Hernández al ver que no recibía respuesta—. Te habló para aclarar que todo fue un accidente —y echó una de sus características carcajadas—. Un lamentable accidente pero ya está todo solucionado ¡Alégrate! Castañeda se cambió de lado el teléfono: —No entiendo, señor —dijo por fin. —No es necesario que entiendas. Ahora sólo preocúpate por recuperarte para que regreses a trabajar. ¡Ay, que muchacho! ¡Pero me agarraste en mis días! —Sigo sin entender, señor —dijo casi en un susurro. —Tú no te preocupes. Recupérate y ven a verme cuando estés listo, que hay mucho trabajo que hacer. —¿Y lo que salió en el periódico esta mañana? —¿Ese asunto? —El secuestro. ¿Quiénes fueron? El señor Hernández hizo una pausa: —Habla más bajo. Entiendes. —Sí, señor. —Nada, que fue de más arriba. —¿Don Carlos? —Así es, muchacho. Así es. Y no hay problema. Ahora todo el asunto está en nuestras manos. Sólo alíviate que aquí te espero. Adiós. Castañeda colgó. Se mantuvo unos instantes viendo el techo, y luego se levantó con trabajo de la cama. Fue a la cocina y llenó un vaso con agua. Abrió un frasco con los analgésicos que le habían recetado en el hospital y se tomó dos. Volvió a la cama y encendió el televisor. Que tenía la nariz rota no le importaba tanto, después de todo el doctor de urgencias le dijo que volvería a tenerla como antes o mucho mejor. Se sentía entre decepcionado y fracasado pero todavía tenía el trabajo y su futuro, si bien un poco accidentado en los últimos días, ahora parecía más prometedor. Media hora después se quedó dormido mientras miraba el televisor. A las once de la noche tocaron el timbre de su departamento. Castañeda lo oyó sólo hasta que había sonado por quinta vez. Se levantó con la misma pesadez de un moribundo: ¿Quién? Federico. ¿Qué pasó? ¿Puedo subir? ¡Qué remedio! —¿Qué te pasó? —preguntó alarmado el doctor Núñez una vez que Castañeda había abierto la puerta del departamento. —Nada —contestó malhumorado Castañeda. —Eso no es nada, Luis. —Pues nada me pasó ¿entiendes? El doctor Núñez siguió a Castañeda hasta los sillones y se sentó después de que su anfitrión lo hiciera. —¿Qué es tan urgente? —fue al grano. El doctor Núñez iba a decir algo, pero de pronto pareció que se arrepentía. Habían sido amigos durante muchos años. Se habían conocido desde la secundaria y habían pasado tantas cosas juntos: Viajes, excursiones, regaños, cumpleaños, navidades. Incuso en la universidad se visitaban a menudo. Pero cuando entraron a trabajar, pareció como si ese mundo se hubiera partido por mitad. Las visitas se volvieron más esporádicas hasta que dejaron de hacerse por largos periodos y sólo se llamaban por teléfono en las fechas ineludibles del calendario. El doctor se había casado antes de terminar la carrera mientras que Castañeda permanecía soltero. Y ahora que lo recordaba, y entrecerró los ojos el doctor: ¿Cuál había sido su última novia? Pensó que tal vez era aquella Cecilia con la que Castañeda salía al cine, o al teatro, a los antros o a fiestas, era la última pareja que le había conocido, pero eso, uff, hacía cuántos años. Aunque durante el trayecto al departamento de Castañeda recordaba que éste se besaba con una niña de tercero de nombre Abigail. Entonces no podía ser cierta su suposición que elucubró desde que se había enterado... —Mejor regreso otro día —se excusó el doctor. —¿Para esto hiciste levantarme? —acusó inquisidoramente. El doctor se removió incomodo sobre el asiento del sillón. Entrelazó los dedos de ambas manos. —Comprendo el por que no fuiste a la cita que teníamos hoy, pero... —¿Qué cita? —En fin. Te estuve esperando. Porque necesito hablar contigo... Tus resultados... Castañeda no sabía de qué demonios le estaba hablando. La nariz le empezaba a pesar como si llevara una losa sobre la punta. —No te prometí que iría. El doctor permaneció con el rostro adusto jugando nerviosamente con sus dedos entrelazados. —Luis, hemos sido amigos durante toda la vida ¿no es así? Castañeda pensó que le iba a recriminar el por qué no le decía la verdad sobre el yeso que traía en la nariz. Pero no estaba de humor para ser sociable en esta ocasión. Pero con desgano contestó: —¡Ajá! El doctor desvió la mirada hacia uno de los cuadros que estaban colgados frente a ellos. —Ya tengo tus resultados... —y sacó un sobre del interior de su abrigo. Dudó un momento pero después se lo extendió a Castañeda. —No ves como estoy y quieres que lo lea. ¿Estás como operado del cerebro? El doctor abrió el sobre. Miró a Castañeda. —Luis. Recuerda que siempre hay esperanza. Y comenzó a leer. (Continuará) www.radioamlo.org. Te espero el 18 de mayo a las 6 p. m. en la galería del ayuntamiento para la presentación de mi novela: “Bajo el peso de nuestro propio fuego”. No faltes. |