El miedo como prisión Ricardo Raphael 28 de mayo de 2007 |
Migración, pobreza, exclusión, terrorismo, crimen organizado, estados irresponsables, policías atrabiliarias, milicias ciegas, grupos paramilitares, intereses económicos, mafias, identidades amenazadas, diferencias religiosas: la lista de razones para sentir miedo es abundante en este mundo de hoy.
El temor se ha vuelto a colocar como el argumento más importante de la política, y frente a él la seguridad se presenta como el único expediente que merece ser tratado. Esta es la conclusión del último informe de Amnistía Internacional sobre el estado que guardan los derechos humanos en el mundo.
Advierte su presidenta internacional, Irene Khan, que en todas partes los derechos se están tirando por la borda en nombre de la seguridad.
Los atentados terroristas que abrieron el siglo en mucho ayudaron para configurar este escenario. No hay responsabilidad que pueda ser escatimada: con su violencia desmesurada los terroristas pusieron a temblar a nuestras sociedades. Y el crimen organizado también ha sabido acomodarse para potenciar esta desgracia; su pugna irremisible para permanecer al margen de la ley alimenta igualmente el desasosiego.
En contrapartida, la mayoría de los gobiernos han reaccionado con acciones y políticas que añaden importantes elementos a la experiencia del temor. Su apuesta por la seguridad ha tenido muy poco de confiable. Como dice Khan, los estados se han decidido a fomentar el miedo porque tal cosa les permite afianzar su propio poder y eludir los mecanismos institucionales para la rendición de cuentas.
Porque estamos en guerra, todo se vale: los migrantes se presentan como un peligro inminente; las diferencias étnicas o religiosas son bombas de tiempo; el disenso, una traición a los valores superiores del Estado; la defensa de los derechos, una pérdida de tiempo; la pobreza y la marginación, accidentes que deben esperar su día para ser atendidos.
En los hechos, no sólo los criminales han fraguado este presente tan incierto, también los dirigentes políticos han hecho todo lo posible por profundizar las diferencias y agrandar la desconfianza. Y lo hacen así porque el miedo les otorga legitimación para acrecentar, sin medida ni freno, sus propios poderes.
Desde que aquellos dos aviones derrumbaran las torres gemelas de Nueva York, la política del terror ha ayudado a ganar (y también a perder) demasiadas elecciones. George Bush ha sido un maestro abusivo en el uso político de la guerra, pero lejos está de ser el único caso. El reporte de Amnistía Internacional da cuenta de las decenas de gobernantes que durante 2006 imitaron al presidente de Estados Unidos para satisfacer sus muy particulares ambiciones.
Por todas partes se construyen muros y vallas para separar poblaciones. En todos lados se señala la diversidad social como un elemento de disrupción. Con el pretexto de la guerra se silencian voces, se acallan opiniones y se juzgan severamente los disensos. Por la razón de Estado se asumen como males necesarios el asesinato de civiles, la violación de las mujeres, la desaparición de periodistas, la tortura de los detenidos y la irregularidad en los procesos judiciales.
Como filosamente subraya el reporte, los derechos humanos son ahora vistos como el tributo que las sociedades han de pagar a cambio de obtener seguridad. Todo se explica, todo se legitima, todo se sostiene porque las poblaciones tienen miedo.
Prevalece además una consonancia acústica de los sentidos que adormece la inteligencia. Ya no es sólo el Estado el que señala o procesa a quienes difieren con sus decisiones. El argumento de la lucha contra el terror ha echado raíces también entre algunas de las inteligencias más notables, que alguna vez estuvieron comprometidas con la libertad.
Si no se está con los gobernantes, entonces se está del lado de los criminales; si no se comparten las premisas, si se critican los matices, si se señalan los errores, si se interrogan los propósitos, si se levanta la voz para sugerir una idea distinta, lo que sigue es la acusación de estar contribuyendo al fracaso de la lucha contra la inseguridad.
El reporte de Amnistía Internacional con respecto a México ofrece argumentos suficientes para constatar que en nuestro país se reproduce esta postura global. En 2006 fueron asesinados varios trabajadores en la siderúrgica Lázaro Cárdenas; también murieron y fueron torturadas, a manos de la policía, demasiadas víctimas por el conflicto entre la APPO y el gobierno de Oaxaca; en Texcoco, la policía abusó sexualmente de decenas de mujeres y también se procesó ilegalmente a los líderes de aquel movimiento. Durante el año pasado siguieron impunes los feminicidios en Ciudad Juárez, y mientras tanto, esa epidemia se extendió hacia varias otras ciudades del país.
La ineficacia del sistema judicial mexicano continúa siendo la clave para entender la abrumadora impunidad. Se persigue y hasta se atrapa a los delincuentes, pero luego se vuelve materialmente imposible procesarlos a través de las instituciones judiciales.
El 2007 no se anuncia como un año en el que las cosas vayan a cambiar. De este tema ya no se habla en el informe, pero es posible hacer inferencias a partir de él: al hacer suyo el discurso de la guerra, el gobierno de Felipe Calderón Hinojosa pareciera ser de los que argumentan a favor del estado de derecho, sin que al mismo tiempo sepan hacerse cargo del estado de los derechos.
Con el solo acto de mostrar el poderío del Estado, no se resuelve el miedo cotidiano de los ciudadanos. Puede ser que se logre más poder, más impunidad y también menos controles, pero esas herramientas sólo sirven para el beneficio de los gobernantes y no para la tranquilidad de los gobernados.
Cuando comenzó la lucha contra el narcotráfico, en nuestro país tomamos una decisión: al igual que el resto del mundo, colocamos la seguridad como la primera, la segunda y la tercera de nuestras prioridades. Luego mandamos al último lugar todo lo demás. La lucha contra la exclusión y la desigualdad persistente quedaron, por lo pronto, postergadas. Y lo más grave, tal y como describe Khan en el reporte, olvidamos que la defensa de los derechos humanos es el principal cimiento para construir un futuro sostenible y liberado de las prisiones del temor.
Analista político