miércoles, febrero 21, 2007


El sonido y la furia
Gerardo Oviedo

gerovio@hotmail.com



DISCURSO VERGONZANTE


“Quien ríe al último
¿ríe mejor?”

Sobre mentiras y venganza fue el último discurso de Fox como conferencista; como máximo exponente de la diatriba y el dislate. Cuando su boca eructa que perdió contra AMLO durante el proceso de desafuero, pero que 18 meses después se desquitó al ganar su candidato la presidencia de la República, sólo queda que la justicia, que en teoría debiera ser pronta y expedita, comience por fincarle responsabilidades tales como traición a la patria. Mientras tanto, la historia ya lo está juzgando. Su intromisión como jefe del poder ejecutivo para beneficiar a Fecal el Espurio es, por donde se le quiera ver, inadmisible en un estado democrático. Fox mintió al pueblo mexicano y más tarde que temprano quedará solo, porque así lo predice el proverbio: Quien ríe al último, ríe solito y repudiado.

CASTAÑEDA (PARTE 18)
Un momento después Castañeda se levantó y fue hacia su ventana para ver salir a la mujer gorda. No lo entendía muy bien, pero parecía que sentía una sádica atracción hacia la crueldad y, sobre todo, a mujeres de ese tipo. Sabía que la mujer gorda tendría acceso restringido a cualquier favor por parte de él, porque él era el filtro hacia su jefe, el señor Hernández. Y que en dado caso de que llegara a quejarse, bien podía moverse los hilos para dejarla en la calle. Cuando la mancha obesa se desplazaba como una catarina sobre la explanada, Castañeda vio que se detenía frente a una mujer flaca. No le costó trabajo saber de quien se trataba. Una mujer palo como esa no era muy común en las inmediaciones del partido, donde las mujeres eran seleccionadas más por la física de las curvas que por la química de las sinapsis. Castañeda se puso el sacó y bajó hacia la entrada. Esperó a un lado donde algunas edecanes llevaban bandejas con bocadillos. Le ofrecieron y el aceptó sólo uno pero no lo comió. Quería parecer lo más natural. Elena entró cruzándose con una edecán vestida de azul que llevaba una bandeja a una de las oficinas del fondo. Por un instante Castañeda la observó, parecía tener la misma pinta canina que en el lobby de la cámara de senadores. Y por un momento le pareció que la mujer que estaba ahí era demasiado frágil y que en cualquier momento se iría a quebrar por mitad. Todavía esperó unos segundos más hasta que por fin habló:
—¿Buscas a alguien?
—Sí, pero no te lo pregunto porque me vas a mandar quizás al polo norte a buscar camellos —respondió de inmediato Elena.
—¿Qué? —titubeó Castañeda. La mujer parecía tener una memoria prodigiosa. Porque desde donde él estaba ella no podía verle el rostro. Pero era que se acordaba donde lo había conocido por su voz.
—O al desierto a buscar pingüinos.
El único remedio que encontró Castañeda para disimular su contrariedad fue echarse a reír con fuerza para sacar de su cabeza la idea de que una mujer pudiera ser más lista que él. Porque una de dos, o ya lo conocía y sabía quién era él o dos, que ella pensara que era una casualidad encontrarse con un extraño dos veces seguidas en una ciudad inmensa. Cosa que era más improbable.
—Eso no tiene nada de gracioso —continuó Elena—. Perdí mi cita y casi pierdo el trabajo.
Castañeda logró contener su risa nerviosa. Sabía que tenía que pedir una disculpa, pero tal vez eso no bastara.
—Oh, lo siento, pero es que creo que hubo una confusión de mi parte. ¿Qué puedo hacer para remediarlo?
—Invítame a cenar y todo quedará olvidado.
—Está bien, ¿para cuándo? —cedió Castañeda. Así podría averiguar si el paquete que había enviado por la mañana había llegado a sus manos.
—Para hoy —dijo la mujer.
—¿Hoy?
—¡Hoy, hoy, hoy!
—Bueno, pero antes contéstame una pregunta.
—Dime.
—¿No te da miedo salir con un extraño?
—No eres un extraño. Eres un mentiroso, ya te conozco y sé quién eres.
De pronto Castañeda sintió una punzada en el abdomen. Parecía que las respuestas de esa mujer le picaban las entrañas con alfileres. Se llevó una mano al abdomen y se encovó hacia delante.
—¿Te sientes bien?
—No es nada. Sólo un pequeño calambre —mintió Castañeda.
—Deberías ir al médico, que tal que tengas bichos en la panza.
Castañeda intuyó en ese momento que la cena que le había prometido a Elena se volvería un calvario para él. Pero el sufrimiento siempre es pasajero y nada dura tanto como la paz. La paz del cuerpo y del alma. La paz de la tumba y del olvido. El destino de Elena debía ser sellado lo más pronto posible, pensó Castañeda cuando la llevó a su casa después de salir del restaurante very important people’s, comúnmente llamado vips. ¿Elena era la mujer más lista y astuta que había conocido en su vida?
Castañeda arrancó su BMW una vez que dejó a Elena frente a su departamento en la colonia Roma. La punta del estómago aún le era salpicada por pequeñas punzadas, por eso no había ni siquiera tocado la ensalada de frutas que ordenara en el vips. Además que algo le daba vueltas en la cabeza desde que había aceptado llevarla a cenar, eran las palabras que le había recetado en alguna otra ocasión el señor Hernández cuando tiempo atrás le pusieron un cuatro a uno de sus múltiples enemigos políticos, un ideario sobre la limpieza del alma, y sobre todo, que nadie podía salir bien librado de esta vida: “Nadie es indestructible. Todos tienen su lado flaco al cual rendirse. Nadie se salva. Todos somos cómplices de un fraude, y los fraudes son principio y fin de todos nuestros actos. Así que no me vengas con pendejadas, Castañeda. Nadie puede guardar un secreto para siempre. Todo, tarde o temprano, se sabe.” La panza le volvió a brincar. Se llevó una mano al vientre y maldijo ese maldito dolor que le había regresado, maldijo que por culpa de la situación que había desencadenado el Imparcial, él no hubiera ido al hospital a realizarse los exámenes que le había ordenado su amigo Federico Núñez. Maldijo a Elena y su reportaje. Maldijo su trabajo. Maldijo a todos los que le pasaban por la mente en ese momento, incluso, con la misma fidelidad de siempre, maldijo al señor Hernández, su héroe y patrón. ¡Carajo! Y apretó la mandíbula mientras aminoraba el espasmo estomacal. Cuando se repuso un poco, en vez de dirigirse a su departamento en Polanco, dio vuelta en sentido contrario y se fue hacia el hospital Ángeles.
Al llegar abandonó el coche a las puertas de urgencias bajándose casi doblado por mitad.
—Llamen al doctor Federico Núñez —y luego se desvaneció.

Al día siguiente creció aún más la fama de la reportera Elena García Fuentes reportera del Imparcial. “Complot” apareció en primera plana y la política nacional se volvió a cimbrar. Fue un escándalo nacional. En Nuevo León se organizó una manifestación en contra del gobernador de aquel estado que fue creciendo hasta que treinta días después fue obligado separarse del cargo antes de que en el congreso de la unión se le iniciara juicio político en su contra. Se dice, escribiría la prensa nacional tiempo después, que el gobernador habría huido del país. Pero una cosa si era segura, los políticos, como los elefantes, tienen la piel gruesa y dura, pero nunca olvidan.

—Esto te calmará —le dijo el doctor Núñez una vez que fue citado con urgencia mientras una enfermera le inyectaba un líquido transparente por la intravenosa a Castañeda—. Ya ordené que te saquen sangre y necesito que me des unas muestras de orina para que se te hagan algunos exámenes. Los copro-parasitoscópicos los entregarás mañana. ¿Entendido? Porque necesitamos ver de qué se trata. Por lo pronto te vamos a hacer un ultrasonido para ver si no hay algún tipo de anomalía o lesión interna.
Castañeda seguía sobre la cama en una de las habitaciones del lujoso hospital. Lo habían trasladado de urgencias a un cuarto en el sexto piso. Llevaba una bata de hospital azul y observaba la luz esponjosa de las lámparas biseladas. El dolor poco a poco iba disminuyendo. Había sido canalizado con suero y a su lado se compactaban una gran cantidad de aparatos médicos que le medían desde la temperatura, los latidos del corazón hasta los gases que le revoloteaban por dentro.
—¿Será algo más grave? —preguntó Castañeda.
La enfermera terminó de inyectar a Castañeda y depositó la jeringa sobre la charola metálica. Luego salió para traer un material profiláctico que necesitaba para continuar su labor.
—Te voy a ser sincero, Luis. Ahorita no lo sabremos hasta no recibir los primeros resultados. Puede ser una salmonelosis, como también puede ser otra infección estomacal aguda. Incluso puede ser una gastritis, alguna úlcera o en dado caso una peritonitis. No lo sé. Pero te prometo que lo sabremos pronto.
—¿Algún tumor?
—No queda descartado, pero eso lo sabremos con el ultrasonido. Por lo pronto intenta dormir un poco.
Ya con el dolor en pleno declive, Castañeda accedió. El doctor Núñez recogió la carpeta donde estaban los papeles del paciente. La enfermera retornó con unos paquetes de gasas y otro con unos tubitos de cristal perfectamente esterilizados. El doctor Núñez ya iba a salir cuando fue detenido por Castañeda.
—¿Y mi teléfono?
El doctor Núñez se detuvo en seco al tiempo que echaba una risa reprobatoria.
—Eres incorregible, Luis. ¡Ya descansa!
La enfermera comenzó a sacarle las muestras de sangre mientras él poco a poco iba entrecerrando los ojos.

Castañeda tuvo una pesadilla durante la madrugada pero no la recordó al despertar. Parecía que se le hubiera esfumado en cuanto abrió los párpados y entró la luz de las lámparas del cuarto del hospital. El dolor había desaparecido de su vientre y ahora se localizaba en su brazo derecho, donde tenía clavada la aguja del suero que seguía fluyendo hacia su vena. Se movió incómodo para tratar de cambiar de posición. Las cortinas estaban entreabiertas y Castañeda vio que todavía estaba oscuro allá afuera. La boca la tenía reseca. Giró un poco más para terminar de acomodarse. Retiró la vista de la ventana y la cambió hacia la puerta. No había más ruido que el de las máquinas médicas zumbando suavemente a su lado. Debía ser todavía de madrugada porque no escuchaba el ruido de los automóviles transitando de un lado para otro sobre las calles de la ciudad. Volvió a cerrar los ojos y sin darse cuenta se volvió a quedar dormido.

Sonó el timbre de su teléfono. Castañeda estaba a la mitad de un lago y un gigantesco caballito de mar cabalgaba sobre la superficie a su alrededor. Él intentaba zambullirse para librarse de esa criatura que él consideraba maligna. Pero cuando metía la cabeza en el agua parecía que la superficie estuviera tapizada por miles de agujas que se le clavaban sobre el rostro haciéndole imposible aguantar el dolor para sumergirse. El caballito de mar seguía relinchando afuera, cada vez más fuerte y más cerca, por un momento creyó ver que el hipocampo echaba chispas por los ojos. Castañeda estaba aterrorizado. Vio la lengua del animal que le caía hasta la mitad del cuello y terminaba en dos puntas viperinas. El caballito relinchó por última vez y Castañeda despertó sobresaltado. El teléfono seguía sonado. Semidormido intentó aguzar el oído para tratar de localizar su teléfono. Lo ubicó a su izquierda sobre una mesita de madera.
—¿Castañeda? —preguntó una voz al otro lado del teléfono.
—Sí —dijo con voz sobresaltada.
—Todo es un invento
Castañeda tenía aún la imagen del caballito de mar tatuada en sus nervios. Así que su reacción en ese momento era muy torpe. Intentaba pensar con claridad.
—¿Qué?
—Que favor con favor se paga —continuó la voz—. La bruta ha inventado todo. No hay ni un gramo de verdad en ninguno de sus reportajes. Todo lo inventó para salir del paso y entregarlo a la redacción del Imparcial. ¿No es increíble? Toda una vil cochinada. No hay tal informante. La muy estúpida ni siquiera sabe lo que es una fuente confiable. Ahí te lo paso al costo. Yo ya cumplí, ¿me entiendes? Como me lo pediste...
Castañeda se intentó llevar la mano derecha a la frente como lo hacía normalmente cuando hablaba por teléfono, pero sintió un pinchazo donde estaba clavada la aguja del suero y desistió. Quería aclarar su mente, pero los ojos rojos del hipocampo todavía lo tenían perturbado.
—¿Quién habla? —susurró.
Pero la voz pareció no escuchar la pregunta:
—Tú sabes si te sirve o no ¿Eh! Y disculpa que te haya hablado tan temprano, pero apenas me enteré. Nos vemos, cariño —y colgó.
Castañeda apretó la tecla de menú y en la pantalla apareció la hora: 6:24 a. m. Luego dejó caer libre la mano con el celular sobre la cama. Parpadeó varias veces seguidas antes de volver la mirada hacia la ventana donde aún continuaban las cortinas entreabiertas. Una luminiscencia apaciblemente azul comenzaba a filtrarse por ese entre filo. Le parecía que había transcurrido toda una eternidad, si es que se podía medir la eternidad con lo que duraba un sueño de unas pocas horas. Y a pesar de que sentía los párpados arenosos, Castañeda sentía una sutil angustia de regresar al sueño para luchar con ese endemoniado caballo acuático. Entonces decidió permanecer despierto cavilando sobre cualquier cosa, pero como si sus pensamientos fueran unidireccionales, en lo primero que pensó fue en la súbita llamada telefónica que lo había sacado de las garras del hipocampo. Ahí fue donde cayó en cuenta de su error más grave. Y pensar que él la había considerado toda una bala. ¡Qué imbécil!

(Continuará)

Por causa del Góber Precioso contra Cambio, la semana pasada no salió impresa la parte 17 de esta historia por entregas. A los que me escribieron al correo electrónico ya les envié el link para poder seguir este texto de política ficción. Para los lectores de Cambio les anexo la dirección electrónica donde podrán encontrar el texto anterior: www.laquintacolumna.com.mx/2007/febrero/columnistas/colu_sonidoyfuria_130207.html.

www.radioamlo.org y www.semderopoblanodelpeje.com

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