jueves, marzo 15, 2007

“El chango” y yo

Varinia López Vargas

Aún faltan meses para recordar el 2 de octubre de 1968. Sin embargo, al ver la primera plana de este diario el martes 13 del presente, mi mente no pudo evitar, ante el nombre de Gustavo Díaz Ordaz, devolverme momentos que se quedaron ahí, listos a saltar con la menor provocación.
Acababa de cumplir dos años; nací y vivía en la ciudad de México, cerca de Nonoalco Tlatelolco. Muchos dicen que los seres humanos guardamos recuerdos a partir de los tres años; sin embargo las imágenes, los colores, ruidos y olores son muy claros; quedaron impregnados en mí y los llevaré hasta la muerte esperando, aunque no con mucho éxito, que semejantes actos no se repitan.
Era 2 de octubre; mi madre, mi hermano de cinco meses y yo estábamos sentados en la sala de la casa. Un ruido metálico que se acercaba fue opacando el sonido de la televisión. Las persianas horizontales metálicas dejaban entrever el exterior. Mi mamá las abrió, para cerrarlas casi de inmediato tras una exclamación de asombro; mejor dicho, de susto: una mole verde pasaba lentamente frente a la ventana, para luego convertirse en varias sombras que oscurecían por momentos las persianas cerradas. Los tanques ya estaban en la calle prestos a llenar de muerte y sangre la Plaza de las Tres Culturas y todos sus alrededores.
Horas después, en la plaza del barrio que quedaba frente a la ventana, un hombre con la cara ensangrentada que corría gritando fue alcanzado y golpeado de manera brutal por otros. Sólo se podía ver a través de las persianas; me apelincaba en el respaldo del sillón para presenciar lo que ocurría sin entender por qué pateaban y gritaban a la víctima. Era la primera vez que veía el rojo fluir de la sangre a borbotones derramarse desde la cabeza hasta el vientre de un ser humano. Muchas noches soñé con esa camisa blanca empapada de rojo carmín.
Mi madre nos llevó a la parte trasera de la casa, nos puso agachados contra un muro lejos de cualquier ventana. Mi padre seguía sin llegar, se escuchaban estruendos múltiples en el aire, yo no entendía. Se respiraba miedo, dolor e indignación. Los disparos duraron días. Eran espaciados, pero ahí estaban. Vivíamos muy cerca del Campo Marte; imaginaba que con cada estruendo un hombre caía sin vida a un enorme hoyo. Que sus hijos o mamá lloraban.
Al ver en la televisión las imágenes del entonces presidente de la República, no he podido olvidar a aquel joven ensangrentado ni las múltiples historias que al pasar de los días y años contaron amigos, conocidos y vecinos de mis padres, quienes vivieron y sufrieron en carne propia lo ocurrido. En mi mente ese hombre que saludaba a la bandera ante una muchedumbre no tenía nombre. Lo conocí por muchos años como el “presidente simio” o el chango, sobrenombre que era muy común escuchar en las calles por aquellos tiempos.
Su verdadero nombre y parte de la historia la supe después. Para muchos la imagen o el nombre de Gustavo Díaz Ordaz no los remite a las olimpiadas y las múltiples obras que se realizaron para el acto, sino a la masacre del 68. Lo que demuestra que hay actos que marcan para siempre el verdadero papel histórico que juegan quienes gobiernan.

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