jueves, marzo 15, 2007

El sonido y la furia
Gerardo Oviedo

gerovio@hotmail.com

EL HOMBRE MÁS ODIADO DEL PLANETA


“Puedes engañar a todo el mundo algún tiempo.
Puedes engañar a algunos todo el tiempo.
Pero no puedes engañar a todo el mundo todo el tiempo.”
Abraham Lincoln


George Walker Bush está en México violentando la soberanía nacional. Sus tropas y las fuerzas armadas de México se apoderaron del estado de Yucatán bajo el argumento de su seguridad personal. Una visita que pretende ejercer presión sobre el gobierno mexicano para que se aprueben a la brevedad las reformas estructurales tan anheladas y que están pendientes, como dejar vía libre a los grandes capitales para invertir en los sectores estratégicos del país. Léase: Privatización de la industria energética, del sector salud y el sector educativo. El Espurio sólo besa la mano de quien lo alimenta y agacha las orejas. Por el bien de ellos, se diría, primero el sometimiento. El hombre más repudiado del mundo camina sobre su propia ignominia: máximo ejemplo de crímenes de lesa humanidad.

FRANK WATSON (PARTE 21)
Después de pasar otras tres revisiones y un “esculca huevos” final, Frank Watson entró en el gran salón azul de la embajada norteamericana. Él no se sorprendió, estaba acostumbrado a la elegancia y modernidad de esos sitios, e incluso, le parecía que todas las embajadas de su país eran iguales en todas partes del mundo, y que los empleados yanquis, ya estuvieran en el Sahara o en Groenlandia, debían portar su aséptico traje inglés y su corbata roja. Las que parecían mayormente sorprendidas, eran las esposas mexicanas, sobre todo las que llegaban por primera vez a una recepción de tal magnitud, un evento con toda pompa y circunstancia. Miraban embobadas los cuadros colgados en las paredes. Aquí un Washington, allá un Jefferson, sobre el fondo un Benjamín Franklin y en uno de los laterales la serie completa de todos los presidentes norteamericanos desde su independencia hasta el imperio.
—¿Y no está aquí Miguel Hidalgo, mamá? —preguntó una niña de unos quince años a su madre. La madre le apretó la mano con fuerza y caminaron más aprisa con tal de evadir la responsabilidad de su comentario. El cuadro de Bill Clinton parecía más viejo y deslustrado que el de George W. Bush, quizás debido a la rivalidad entre demócratas y republicanos, y, como la limpieza y mantenimiento se daba al son que le tocaran, hoy la música era republicana. Frank se acercó a una barra que se encontraba sobre su izquierda, donde un grupo de cantineros con guantes blancos servían bebidas en copas esmeriladas.
—Usted no es como todos —oyó una voz arrugada a su espalda. Frank giró para ver si era a él a quien le hablaban. Frente a su nariz estaba una señora de unos 50 años o mayor, dependiendo del número de cirugías que debía haberse hecho para restirarse la cara, ya que cuando cerraba los ojos al pestañear, los párpados le quedaban a la mitad, es decir, entreabiertos. Frank dibujó una sonrisa para tratar de librarse lo más rápido de esa situación.
La mujer continuó:
—Usted no es como todos. Me parece que usted es de la CIA.
En ese momento Frank volvió a sonreír, dejando sus perfectos dientes blancos a la vista.
—Es un chiste.
—No, no es un chiste. Siempre habló en serio —y soltó una pequeña risa.
—¿Le parece?
—Sin lugar a dudas.
—¿Y qué le hizo pensar eso, señora?
La mujer aspiró el cigarrillo que llevaba en la punta de una pitillera. Exhaló con lentitud.
—Siempre quieren pasar desapercibidos. Lo vi bajarse de un taxi. Ustedes nunca aprenden, entre más se esconden, más visibles se vuelven.
—Ah...
—¿Me invita una copa?
—Oh, disculpe mi descortesía. ¿Qué desea?
—Un bourbon.
Frank se volvió hacia el cantinero y le pidió un bourbon y un refresco de cola. Le extendió su bebida a la señora y alzó su bebida en señal de brindis.
—¿No bebe alcohol? —interrumpió la señora.
—No —fue tajante la respuesta de Frank.
—Ve. Mi teoría es correcta. Usted es de la CIA y está de servicio.
—No —dio un sorbo a su refresco—. No soy de la CIA, señora.
—Entonces que aburrido.
La mujer dio media vuelta y se dirigió pausadamente hacia donde los bocadillos comenzaban a servirse. Frank la siguió con la mirada hasta que se confundió entre la multitud.
—Se ve que usted tiene el don.
Frank no miró a su interlocutor. Dio otro sorbo a su refresco.
Luego contestó:
—No es ningún don. Es el alcohol. Simple y sencillamente alcohol.
—¿Estaba ciega doña Amparo de Lozada?
—Así es.
—Me doy cuenta de que usted es en verdad un buen catador.
—Cazador, diría yo.
—Cazador... ummm... Pero apuesto que no me vio llegar.
—Sí. Hace diez minutos. Saludó al caballero aquel de pañuelo rojo y parece que usted tiene un moretón en el ojo. ¿Quiere que siga?
—No, está bien, le creo.
El hombre le extendió la mano.
—Bienvenido a México, mister Smith. Es un placer tenerle aquí.
Frank Watson dio un giro y estrechó la mano de su interlocutor.
—El placer es todo mío.
En ese momento comenzó a sonar un grupo de cuerdas que estaba en el fondo del pasillo por donde colgaba el Benjamín Franklin. Se abrieron las puertas principales y entró el embajador. Todos comenzaron a aplaudir, incluso Frank.
—Una cosa antes de proseguir —dijo el hombre mientras seguía aplaudiendo—. ¿Y el asunto que se le pidió para comprobar su eficacia en nuestro país?
Los aplausos comenzaron a disminuir mientras empezaba a oírse de nuevo al grupo de cuerdas con la parte final del segundo concierto de Brandenburgo que había sido opacado por el estruendo de las palmas. Frank se volvió hacia el hombre mirándolo directamente a los ojos.
—Entre usted y yo, le diré que la eficacia siempre es el más eficiente negocio.
—¿Entonces el paquete ya ha sido eliminado?
—Yes, mister Hernández.
*
Víctor Watson entendía que el talento no bastaba para triunfar en la vida. Había que tener dinero, y el dinero no crecía en los árboles, como bien le decía el viejo Vlad cada vez que lo recibía en su despacho para llevarse a casa al pequeño Frankie. Pero el dinero, como también le decía al niño en esas tardes en que lo miraba como a un hijo, es un arma de dos filos, por un lado te matas por él, y por el otro lado te matan cuando lo tienes. No hay vuelta de hoja. De todas formas mueres.
—¿Y a ti te van a matar, abuelo?
—No, porque no saben lo que tengo.
—¿Quienes?
—Los malosos.
—Y quienes son los mal “osos”.
El viejo Vlad miraba a Frankie con ojos benevolentes y tibios. Para de inmediato perseguirlo por la habitación y tundirlo en apapachos. El viejo se había aficionado tanto al pequeño Frankie, que las personas nuevas que iban conociendo a lo largo de los días, creían en verdad que él era su nieto.
—¿Y cómo está su nieto, don Vlad?
—Bien. Ahí va, creciendo horrores.
—Sí, ¿verdad? Por más que uno quiera, ni modo, uno no puede detener el paso del tiempo. Cuando menos se lo espera uno, ya son grandes y se marchan.
—Así es, amigo. ¡Qué le va hacer uno!
Y se iba contento domingueando el bastón de un lado para otro por en medio de la banqueta, feliz.
Por otra parte, Víctor Watson seguía en el mismo puesto desde hacía quien sabe cuanto tiempo. No es que tuviera grandes aspiraciones, después de todo, había trabajado tantos años en su antigua empresa metalúrgica soldando, que bien podía pasarse su otra media vida como cargador y chofer de “Marketing Home”. Pero también era cierto que él no era tonto, y veía como todos a su alrededor iban progresando. De repente uno que acababa de llegar al día siguiente ya era proveedor en algún punto del estado. La envidia era el peor pecado, y él lo sabía, así que todos los días se daba baños de resignación al pensar que el siguiente día sería mejor que el anterior.
—Dice el abuelo que es más tonto el que se deja golpear que el que golpea. ¿Tú lo crees, papá?
Víctor gruñó con su característica hosquedad y siguió viendo el televisor.
—Dice el abuelo que los Ángeles es la ciudad más hermosa del mundo, mejor que París o que Londres. Que tal vez la única ciudad que se le podría comparar es con Atenas. ¿Es cierto, papá?
—No sé.
—Y por cierto, ¿dónde queda Atenas, papá?
Y Víctor entraba al baño con una revista de historietas bajo el brazo sin contestarle.
—Dice el abuelo, papá, que la estupidez sólo pertenece a los pobres. ¿Por qué? ¿Nosotros somos estúpidos, papá?
Víctor miraba al pequeño Frankie y le recordaba tanto a su madre con sus enormes ojos azules y, sobre todo, con esa extraña forma de mirar cuando estaban atentos a una respuesta.
—Largo de aquí —fue único que le gritó Víctor a su hijo en aquella ocasión.
“Y para matar no hacen falta pretextos, aunque el asesino busque y rebusque los motivos para justificar sus crímenes. El criminal siempre será un ser incomprendido. Pero cuando se juntan varios criminales, entonces se convierte en una organización que satisface las dos cosas más importantes de la vida: poder y dinero. Y entonces el asesino deja de ser un asesino y se convierte en la tuerca de una maquinaria que lo prodiga con bendiciones y regalos hasta que la pieza, inservible y oxidada por su propio regodeo, tiene que ser eliminada por una nueva y recién engrasada.”
—¿Lo entiendes, Frankie?
—No, abuelo.
—Pronto lo entenderás. ¿Quieres que te siga leyendo?
*
Al guardar su celular Frank Watson volvió la mirada y vio que la señora de los párpados a media asta lo observaba mientras conversaba con otro sujeto un poco mayor que ella, muy cerca de Abraham Lincoln. Frank no pensó nada en ese momento, pero si lo hubiera hecho, lo más probable es que reflexionara que la cacería era el arte no de cazar la mejor presa, sino la más vieja y cansada.
Frank terminó su refresco de cola y salió hacia uno de los accesos. Mister Hernández se había excusado un momento con él, ya que iba a dialogar con un diplomático colombiano que platicaba animadamente con un agregado cultural puertorriqueño. Frank sabía que era observado por el enjambre de cámaras de circuito cerrado y no le importaba en lo más mínimo. Pues lo que más placer le producía era saber que los negocios importantes con los peces gordos, no se hacían en lo oscuro ni en secreto. Había aprendido del abuelo Vlad que si quería ocultar algo debía mostrarlo. Y en sentido inverso, como lo que le dijera la señora cincuentona que ya no platicaba con el viejo, sino que ahora estaba sola, recargada en la nariz de John F. Kennedy bebiendo su bourbon, que entre más se ocultaban las cosas más visibles se hacían.
—¿John Smith? —le tocaron el hombro a Frank. Giró y se encontró de frente con el embajador quien llevaba un puro encendido entre los dedos y una copa en la otra mano—. ¡Qué gusto volverle a ver!
Frank sonrió. No hubiera querido toparse tan de repente con el embajador, él prefería darse su tiempo y esperar el momento preciso para saludar a los conocidos. Sabía que si se esperaba, no platicaría sobre todas las banalidades que usualmente se platican cuando hay muchas personas en una reunión. Frank prefería el trato más intimo entre dos personas o, si se trataba de negocios, el trato de la conversación era el de Yo hablo, para que me escuches, y viceversa, pero sin interrupciones.
—Igualmente, embajador.
—Ah —sonrió el embajador al tiempo que se llevaba el puro a los labios—. Hace tanto tiempo. ¡Cómo se pasa la vida! Y pensar que... ¿cuánto tiempo hace que fue? ¿Diez años?
—Seis —matizó Frank.
El embajador soltó el humo de su habano y se llevó la otra mano a la barbilla.
—Cierto. Muy Cierto. Pero de todas maneras cómo se pasa el tiempo. Pareciera que fue ayer... yo todavía tengo unos recuerdos indelebles de España. Pero todo por servir se acaba...
—Y acaba por no servir —continuó Frank. El embajador echó una carcajada.
—¡Que bárbaro! Todavía se acuerda —hizo una pausa para seguir riendo. Después de un momento se fue apaciguando hasta que pareció quedar ensimismado—. Lástima que esa nación se vino abajo cuando perdió las elecciones nuestro queridísimo amigo Mariano Rajoy. Es una pena. Tan buenos aliados que éramos con Chema Aznar. Pero en fin, ya les llegará el tiempo de llorar y van a querer regresar a los brazos amados... ¿cómo se iba esa canción, se acuerda, la de la española que era muy “maja y salerosa”?
Frank vio por encima del hombro del embajador que mister Hernández venía acompañado con otro sujeto.
—Esa no la recuerdo, señor embajador.
—Bueno, no importa.
Mister Hernández y el otro hombre se plantaron a un lado del embajador y de Frank.
—¿Interrumpimos? —preguntó mister Hernández.
El embajador lo abrazó sobre los hombros y lo apretó contra sí.
—Usted nunca interrumpe, mister Hernández. Y usted tampoco don Carlos.
Frank miró al sujeto: Era el mexicano.
—Oh, disculpen mi falta de buenas maneras al no presentarlos —argumentó pomposamente mister Hernández quien se llevó una mano hacia lo que parecía un pequeño chichón en la parte baja de la ceja—: Don Carlos, mister Smith, mister Smith, don Carlos.
—Tengo muy buenas referencias de usted, caballero —saludo de mano don Carlos.
—Y yo una muy buena impresión de usted. Es un placer —y correspondió al saludo.
El embajador tomó con las dos manos el apretón de manos que se estaban dando Frank y don Carlos.
—Como testigo de honor de esta presentación, espero que esta sea —y aquí intentó copiar la voz de Humprey Bogart en la parte final de Casablanca— el principio de una bonita amistad.
Mister Hernández dibujó una sonrisa y elocuente como era, soltó:
—Yo también lo espero, caballeros, recuerden: Por el bien de nosotros, primero las amistades —y echaron a reír con la ocurrencia.

(Continuará)

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