viernes, abril 27, 2007

Columnistas

El sonido y la furia
Gerardo Oviedo

gerovio@hotmail.com



ABORTOS DEL DIABLO

“El respeto al aborto ajeno es la paz”
Cartel en una marcha a favor de la despenalización del aborto en el DF

a los lectores

Mientras la figura del limbo desaparece tal y como había llegado: Por decreto. El Papa Benedicto XVI se inmiscuye, como jefe de gobierno de un estado soberano, en la política mexicana al rechazar la iniciativa de la reforma al código penal de la ALDF en torno a la despenalización del aborto. En tanto legisladores del PRI y del PRD exhortan a la SRE y a Gobernación a que den un extrañamiento al Vaticano por tal conducta onerosa a la soberanía nacional. Pero, ¿qué se puede esperar de un gobierno espurio, panista y con una clara tendencia hacia el fascismo cuando se le permitió a un personaje imbécil como José María Aznar, ex presidente del gobierno español, promover en suelo mexicano la candidatura de Calderón? ¿O con estos intentos absurdos por abrogar la ley de neutralidad de México, con la fatal consecuencia de ser los peones de los intereses del imperio norteamericano en sus cruzadas fraticidas? El país está siendo ultimado por los buitres de la derecha y pronto sólo quedaran los huacales de las instituciones republicanas que tanta sangre, sudor y lágrimas costaron al pueblo mexicano. Por todo ello, como en la santa inquisición española, la libertad y la justicia están siendo quemadas en nombre de la fe. Amén.

CASTAÑEDA (PARTE 27)
Cuando Castañeda se comunicó con el señor Hernández esa misma mañana, ya había hablado por teléfono con el hombre que le había entregado el sobre a Elena. Le había ordenado ir en busca de ese mismo sobre al departamento de Elena. El sobre que contenía la hoja en blanco y que siempre funcionaba como comprobante dactiloscópico de la última carta de un suicida. Pero el hombre al llegar al departamento de Elena se encontró con que se le habían adelantado. Un fuego empezaba a arder en la cocina. Lo dejó tal cual y salió. Mientras tanto, Castañeda le contaba al señor Hernández, por teléfono desde su cama en el hospital, todo cuanto sabía. No le contó de la cena en el vips, pero sí que la reportera quería hacerle una entrevista. El señor Hernández lo perdonó por no estar en su oficina, debido a que lo que le refería sonaba bastante interesante.
—¿Estás seguro, Castañeda?
—Me lo dijo una persona de confianza. Que ella había inventado todo. Que nada —y aquí Castañeda tomo aire para darle mayor profanidad a las palabras que iba a pronunciar—, absolutamente nada era verdad. Que no tiene una fuente de información, que todo lo había inventado, como un mal chiste. Locuras, señor.
—Pero de todas maneras ya está en todos los medios... Y está difícil de parar.
—Calumnias y difamación. O directamente con el Imparcial. Que se retracten o es su fin.
Hubo un silencio. A pesar de estar anclado a la cama del hospital, Castañeda sentía un regocijo interior. Parecía que, aunque no estaba rebasando al maestro, si estaba poniéndose al mismo nivel. Y eso era bastante gratificante.
—Entonces mándamela en la tarde, para que me la eche.
—Sí, señor.
Después de afinar otros detalles menores cortaron la comunicación y entonces Castañeda se comunicó con Elena.
—¿Sí? —se oyó una voz adormilada al otro lado del teléfono.
—¿Elena García?
—¿Quién habla?­ —bostezó.
—Lo prometido es deuda.
—¿Castañeda?
—Ajá. Nunca hagas una promesa que algún día tengas que cumplir.
—¿Me conseguiste la entrevista?
—Te lo repito. Siempre cumplo lo que prometo.
—¿Y a que hora es? —dijo Elena para finalizar con otro bostezo.
—A las 5 en su oficina. Llega puntual.
—Gracias —y volvió a bostezar.
—De nada. Es un placer servirte.
Ya iba a colgar cuando Elena continuó:
—¿Y cómo sigues de la panza?
—Ah... de eso... no es nada. Gracias por preguntar. Nos vemos luego.
—Bueno, pues cuídate. Bye.
—Adiós.
Al colgar, Castañeda se sintió de maravilla. Parecía que aprendía más cuando las cosas en verdad se ponían difíciles y complicadas que cuando las aguas estaban en calma. No había nada como disfrutar la victoria por anticipado después de una tormenta. Nada como la gloriosa victoria. Dejó caer los brazos a un lado como dos serpientes muertas para quedarse inmediatamente dormido. En unas horas sería dado de alta y, por vía de mientras, debía descansar bien para que la victoria fuera completa.
*
Eran las seis de la tarde y Castañeda ya estaba en su departamento de Polanco. Por la mañana había echo su rondín el doctor Núñez y le explicó que los resultados estarían en unos tres días pero que tenía unos resultados parciales. El ultrasonido había salido negativo mientras que las pruebas de orina y de copro parasitoscópico también se llevarían sus tres días de cultivo. Le recetó unos calmantes más fuertes por si el dolor regresaba y unos antibióticos potentes para comenzar a atacar algunos gérmenes patógenos que se habían detectado en los análisis inmediatos. Castañeda respiraba tranquilo. Nada del otro mundo. Una hora después ya le habían quitado la venoclisis y se estaba vistiendo lentamente en su habitación del hospital Ángeles. Parecía un hombre nuevo. Su metro ochenta y cinco ahora sí se comparaba con el de un roble. Bajó por el ascensor hacia la caja del hospital. Saco su mastercard de oro y pagó.
Al darle el primer sopló de aire, Castañeda dibujó una sonrisa que bien podía llamarse de oreja a oreja. La destrucción de la fama pública de la reportera sería inminente y de paso se librarían de un periódico basura que había dado tanta lata durante toda su existencia. No le causaba pesar, al contrario, sentía una exultante felicidad que le trasudaba por todos los poros del cuerpo. ¡Qué mejor que ver al enemigo derrotado a sus pies! Y si se podía, verlo suplicar hasta el exterminio. Castañeda se subió a su bmw y arrancó a toda velocidad hacia su casa. La salud siempre implicaba mayor fuerza sobre la voluntad. Un hombre sano era capaz de todo.
Pero una vez que salió de la regadera. Castañeda recibió una llamada telefónica del señor Hernández. Estaba hecho una furia.
—Eres un pendejo —le dijo a Castañeda con todas sus letras—. Un recontra estúpido pendejo.
Castañeda tragó saliva. De seguro el señor Hernández se había equivocado de número telefónico.
—Soy Castañeda, señor —remarcó el Castañeda para que el señor Hernández se diera cuenta del error que había cometido.
—Y yo soy el señor Hernández, pendejo. Tus famosas deducciones son una mierda. No sé ni por qué te contraté. Por pendejos como tú estamos como estamos.
Con un nudo en la garganta, Castañeda preguntó:
—¿Que sucede, señor?
El señor Hernández soltó un bufido al otro lado de la línea.
—Te quiero inmediatamente aquí, pendejo de mierda —y colgó.
Castañeda se vistió lo más rápido que pudo y salió disparado hacia la oficina de su jefe. ¿Qué había hecho mal? ¿En que se había equivocado? ¿Por qué estando tan cerca de la victoria parecía que ésta se le iba de las manos tan fácilmente? ¿Acaso toda victoria era demasiado corta en la vida? ¿Incluso la vida misma era una victoria pírrica?
Cuando llegó al estacionamiento dejó el coche con un rechinido de llantas. Se bajó.
—¿Adónde tan rápido, Corazón?
Castañeda volvió la mirada. Era Cecilia Macías su antigua amiga de la facultad.
—Tengo prisa, nos vemos.
—Ya te vez mejor, corazón —oyó que le gritó, pero Castañeda ya subía a toda prisa con grandes zancadas por las escaleras hacia la oficina del jefe.
—Ya estoy aquí —jadeó Castañeda frente al señor Hernández, quien hablaba por teléfono.
—Sí, nos vemos. No te preocupes. Recuerda que todo tiene solución. ¿Me entendiste? Adiós.
Castañeda se quitó las tres gotas de sudor que le mojaban la frente por el esfuerzo. Se quedó quieto. El señor Hernández lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿Sabes quien me regaló esa escultura, pendejo?
Castañeda se sorprendió por la pregunta. Miró hacia donde el señor Hernández dirigía la mirada. Era la escultura del torso de una mujer desnuda en un colmillo de elefante. En todo ese tiempo jamás le había interesado ese abigarrado cuerno blanco.
—No lo sé, señor.
—Me lo imaginaba, pendejo. Pues para que lo sepas, la que tú creías como una pendeja estúpida cualquiera, si lo supo —y le arrojó un ejemplar del Imparcial que Castañeda atrapó en pleno vuelo. Leyó el titular: “COMPLOT”, por Elena García Fuentes.
—¿Qué? —masculló Castañeda mientras revisaba con avidez el periódico.
—Que parece que tu reporterita no es tan pendeja como todo ustedes creían. Bola de pendejos.
Castañeda no podía dar crédito a todo lo que estaba leyendo. Todo lo que habían hecho aparecía en primera plana nacional. Era una bomba de destrucción masiva para la política nacional. Con nombres, datos y fechas.
—Y lo peor es que ya amenacé al Imparcial con cerrarlo por su falta de ética profesional —dijo el señor Hernández como si rezara. Por primera vez se le veía abatido.
—¿Y que vamos a hacer?
—Que vas a hacer —corrigió el señor Hernández.
Castañeda releyó el encabezado del periódico.
—Hay que eliminar ese paquete de inmediato.
El señor Hernández asintió con aspereza. Luego le ordenó con rabia:
—Ya lárgate.
*
Castañeda se comunicó con el hombre del sobre y le dijo que lo esperara afuera del departamento de la reportera. El hombre no le dijo que no había podido hallar el documento en blanco. Sólo gruñó a modo de respuesta afirmativa y luego colgaron. Cuando llegó Castañeda el hombre ya estaba apostado en la esquina. El plan era sencillo, pero dieron las ocho, las nueve, las diez, las once y la reportera no aparecía. Castañeda bostezó por enésima vez. Ya era la una y la reportera seguía sin aparecer. Castañeda se bajó del auto y subió al departamento de Elena en la azotea, el cual encontró cerrado. Se asomó por una de las ventanas. El cuarto estaba ordenado. Jodida pero limpia, pensó Castañeda. Se acomodó en una esquina sentándose junto a los tinacos de agua a esperar. Pero dieron las dos, las tres de la mañana, las cuatro y las cinco y de Elena ni sus luces. Castañeda ya estaba entumido así que a las seis de la mañana bajó hacia la calle. El hombre del sobre estaba dormitando. Le tocó sobre el vidrio, sobresaltándolo.
—Vámonos. Será mañana.
El hombre arrancó su auto mientras Castañeda entraba al suyo. Arrancó y se fue lento sobre la calle hasta doblar en la esquina. Al llegar a un crucero, Castañeda vio un puesto de periódicos que estaba abriendo apenas. Estaciono su bmw y se bajó.
—Dame el Imparcial —ordenó al joven que estaba descargando las pacas de periódicos de una motocicleta. Éste abrió un paquete y le extendió un ejemplar al tiempo que Castañeda pagaba con un billete de veinte.
Castañeda se puso lívido. La nota de ocho columnas le restregaba en las pupilas sus grandes letras negras:

SECUESTRADA
“México, D.F... La reportera Elena García Fuentes fue brutalmente secuestrada en las afueras de esta casa editorial, según versiones de varios testigos. Por lo menos tres individuos fueron los autores de este artero crimen. Como se sabe, la reportera Elena García Fuentes es la autora de las notas más impactantes que han sacudido a la prensa nacional y a la vida política en los últimos días. Exigimos a las autoridades la inmediata localización de nuestra compañera reportera y el esclarecimiento puntal de estos actos que lesionan a toda la sociedad...”

(Continuará)

Escucha de 11 am a 1 pm, de lunes a viernes el programa cultural: “El arte científico de la política”, con Gerardo Oviedo y Don Renato a través de www.radioamlo.org

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