miércoles, febrero 07, 2007

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Columnistas

El sonido y la furia
Gerardo Oviedo

gerovio@hotmail.com



LA ÚLTIMA PALABRA


a Sonia Carmona Ruiz
principio y fin de la locura

“Yo soy dueño de mis palabras; de mis ideas y nadie, absolutamente nadie, puede decirme que decir ni que callar, porque ese universo es mío y de nadie más”. Pero cuando vemos que en México la censura está cayendo sobre la libertad de expresión como una mortaja promovida por la Secretaría de Gobernación y sus filiales televisivas de RTC, comprendemos que Fecal el Espurio tenía razón: Mano dura ante el disentimiento, ahora nadie tiene derecho a la libre manifestación de sus ideas. Todo aquel que se le vea murmurando en la calle será acusado de terrorismo, sedición y rebeldía. Las hogueras han comenzado a arder esperando que los panistas arrojen a los renegados. Y si dejamos que esta quema de libros arda por todas partes, todos seremos culpables. Fecal escupió la primera palabra, nosotros ¿tendremos última?

CASTAÑEDA (PARTE 16)
Castañeda ingresó al edificio de la cámara de senadores y fue directo con la licenciada Raquel Weisman, mejor conocida en el bajo mundo como WC. Ella le dijo que la fea y flaca reporterilla de nombre Elena ya había llegado, pero que todavía no se le había entregado la acreditación para poder entrar a la conferencia de prensa de la senadora Consuelo Palacios.
—¿Podrías hacerme el favor de retrasarla un poco, Raquel?
La licenciada Weisman tuvo una sensación de agrado interior pero no lo exteriorizó, sabía que en la política como en el amor, los gestos demostraban el lado flaco de las personas. Entonces se limitó a decir:
—Con mucho gusto, licenciado.
Castañeda salió de la oficina de la licenciada y bajó las escaleras hacia el salón de prensa pero no entró. Se paró junto a una columna mientras algunos reporteros, camarógrafos y fotógrafos cruzaban delante. Buscó a Elena con la mirada pero no la vio. Entonces vio a otra persona que conocía, y conocía muy bien. Se le acercó y casi en un susurro le dijo al oído:
—Apuesto mil pesos a que traes tanga.
—¿Quieres ver?
—Era broma... sólo quiero platicar un asunto contigo. ¿Tienes un momento?
—La conferencia de prensa ya va a comenzar.
—Esto es mucho más importante.
—¿Algo confidencial?
—Tan confidencial como tu secreto.
—Bueno, va. ¿Adónde vamos?
—A un lugar privado.

Castañeda retornó solo a la conferencia de prensa cuando ésta ya había finalizado. Buscó por unos instantes y encontró a Elena, quien más que una gran reportera, parecía un perro faldero en medio de ese gran lobby camaral. Ella iba de un lado a otro divisando entre las personas. Atisbando sobre algunos hombros. Luego sacó su teléfono celular y marcó un número. Un momento después lo guardaba en su bolsa. Castañeda se le acercó despacio pero antes de que pudiera hablar, la chica lo interrumpió:
—Disculpa, ¿no sabes dónde queda el restaurante Bungalow?
Rápido, Castañeda barajó dos opciones: decir la verdad o decir una mentira, porque sabía que sólo una de ellas era la correcta. Respondió en el acto:
—Sí.
—Gracias. Me has salvado la vida.
Castañeda sonrió e hizo un gesto de comprensión de esos que había ensayado tantas veces frente al espejo para dar en el clavo en el momento justo.
—¿Sí? ¿Por qué?
—Porque tengo una cita —sonrió la chica.
—¿Romántica? —devolvió Castañeda la sonrisa con cierta malicia en los ojos para que ella lo notara.
—Bueno fuera. Es una entrevista... —Castañeda la miró como si no entendiera de qué estaba hablando—. Verás, soy reportera —y le enseñó la acreditación de prensa que le habían dado para la conferencia.
—No me digas. ¿En serio?
—Bueno, apenas estoy aprendiendo.
—¿Y has hecho alguna entrevista interesante? Porque me parece que aquí todos parecen bastante aburridos. ¿O tú que crees?
—Más o menos. Hay días buenos y hay días malos. Como todo en la vida, ¿no?
—¿Y hoy cómo esta tú día, si no es indiscreción?
—Para serte sincera bastante aburrido, parece que todavía no hay algo que realmente valga la pena.
Por primera vez Castañeda trastabilló por dentro. Esta chica era un as. No se conformaba con la bomba que había lanzado por la mañana a nivel nacional sino que quería ir por más. Parecía insaciable.
—¿Siempre eres así?
La chica lo miró a los ojos. Parecía una persona confiable. ¡Qué mas daba ser sincera con un extraño!
—No. A veces soy más lista.
A Castañeda casi se le caen los calzones al piso con esa respuesta. Su jefe tenía razón. Todos eran sujetos peligrosos. Tragó saliva.
—Y... ¿y a que hora es tu cita? Digo, si no te importa. Porque si no se te va a hacer tarde.
—A las siete —hizo una pausa para mirar su reloj—. Por cierto, ¿Dónde queda el restaurante?
—¿Cuál?
—El Bungalow, del que te pregunté hace un momento.
— Queda en Polanco.
—¿Polanco?
—Sí. Sobre la calle de Homero.

Cuando se despidieron y Elena ya estaba afuera de la cámara de senadores con una dirección falsa hacía el restaurante Bungalow, Castañeda tomó su celular:
—Tiene razón, señor —fue lo primero que se le ocurrió decirle al señor Hernández—. Es... es...
Pero el señor Hernández lo tomó con más calma, pareciera que en situaciones bajo presión su ecuanimidad lo sacaba a flote:
—No hay enemigo pequeño, Castañeda. Pero por ahora tenemos otras cosas más importantes de qué preocuparnos. Ya me llegó el informe de la conferencia de la senadora Palacios, parece que hay más implicados. Hay que averiguar quiénes están detrás de todo esto. ¿Qué tienes?
Quedaron en silencio una fracción de segundos, hasta que:
—¡La cita! —exclamó frenético Castañeda.
—¿Qué cita?
—Le informo después, señor —y por primera vez en su vida, Castañeda le colgó al señor Hernández. Después de todo, ya era tiempo de empezar a crecer solo.

El Bungalow era un restaurante ubicado en la zona rosa de la ciudad de México. Castañeda llegó después de darle las indicaciones falsas a Elena. Dejó su BMW en un estacionamiento cercano, luego caminó y entró al restaurante. El lugar era de los menos elegantes que solían encontrarse por ese rumbo: la luz demasiado baja contrastaba con la que provenía de la calle. El restaurante estaba casi al tope. La mayoría gente de traje, oficinistas, secretarias, algunas parejas y dos o tres bebedores consuetudinarios que recargaban etílicamente sus codos sobre la barra del bar. Castañeda fue hacia el fondo y se sentó en una de las pocas mesas que estaban vacías. No sabía a quien esperaba, pero probablemente se trataría del informante de la reportera. ¿Acaso no le había confesado que era una cita de trabajo? Y qué más trabajo que lo que acababa de investigar y publicar, no cualquiera hacía ese tipo de reportajes, la mayoría de los periodistas se conformaban con atacar dejando un margen bastante grande para la adulación o simplemente guardando silencio que era la mejor forma de otorgar. Y lo peor del caso es que se trataba de un asunto de vida o muerte, o así lo percibió Castañeda cuando la reportera le dijo que le había salvado la vida. La mesera se le acercó y él sólo pidió un vaso con agua diciéndole que ordenaría hasta que llegara la otra persona a la que esperaba. Pero la realidad era que aún no había pasado del todo aquel estrepitoso dolor de estómago y no quería arriesgarse mientras jugaba al espía. Veinte minutos Castañeda vio entrar al senador Xavier Beltrán junto con dos de sus asesores e inmediatamente intuyó cual debía ser el motivo de aquella cita. ¿Y ahora que debía hacer? No podía salir sin ser visto porque para su mala suerte había escogido una mesa donde todas sus salidas iban a parar a un lado de la del senador. Decidió entonces quedarse un rato y mirar como los hombres comenzaban a impacientarse con la tardanza de la reportera. También vio como recibía varias llamadas telefónicas. Después de veinte minutos de espera el senador Xavier Beltrán se levantó y sus hombres hicieron lo mismo. Salieron. Castañeda se levantó cinco minutos después y salió justo en el momento en que Elena venía cruzando la calle. Él la vio y se escondió detrás de un anuncio luminoso. La vio pasar corriendo y medio sofocada. Parecía que iba maldiciendo entre dientes. Cuando la reportera entró en el restaurante, Castañeda aprovechó para escabullirse hacia su automóvil.

—¡Es Beltrán! —dijo excitado Castañeda una vez que hubo regresado al partido y estaba plantado frente al señor Hernández.
—¿Para eso me colgaste? —contestó seco el señor Hernández. Luego quedó en silencio, como si sus reflexiones comenzaran a trabajar a la velocidad de la luz—. El es una de las piezas —murmuró meditabundo sentado detrás de su escritorio—. El no puede estar detrás de todo esto. No es muy listo que digamos, aunque a veces tiene ideas propias.
—Bueno, tiene la liga con la senadora Palacios —repuso Castañeda intentando hacer que su descubrimiento tomara la importancia que él le atribuía.
—Pero eso no quiere decir que sea uno de los informantes. No. Sospecho que aquí hay otra cosa. Beltrán será bruto, pero no es un soplón. ¿Quién será?
Castañeda repitió mentalmente la pregunta que hiciera en voz alta el señor Hernández. Tenía razón en sospechar que el senador Beltrán era quien filtró la información a la reportera ya que hacía tiempo éste había sostenido un breve romance con la senadora Palacios, cuando una comisión del senado viajó a Suiza para hacer un balance de la comunidad Europea y su nueva legislación parlamentaria. Pero el amor y la política no se llevan, tal vez tenía razón el señor Hernández y sus sospechas eran infundadas. Debía haber otro u otros que conspiraban desde dentro, aunque persistía la duda del por qué el senador Beltrán se iba a reunir con la reportera del Imparcial. Tal vez buscaba sacar información dando información falsa, que era una práctica común entre políticos y periodistas.
—¿Y qué vamos a hacer, señor? —preguntó cuando vio que el señor Hernández sacaba su pipa y la comenzaba a jugar entre sus labios mirando hacia la ventana por donde la noche entraba.
—Por el momento debemos aguardar hasta que alguno de los que están involucrados cometan un error. Hay que empezar a presionar a la senadora Palacios para que detenga su locura.
—¿Juicio político?
—Tal vez. Pero como esta adoptando una postura mesiánica, lo más probable es que se ofrezca gustosa al martirio. No. Debemos jugar por otro lado.
Castañeda intentaba pensar a la misma velocidad que su jefe. Necesitaba mostrar que podía estar a la par, e incluso podía estar un paso adelante. Y estar un paso adelante en política significaba destruir al adversario con auditorías.
—¿Se acuerda de aquel caso en que hubo irregularidades en la obtención de licitaciones en su estado? ¿El de la constructora? Podemos presionar por ahí.
El señor Hernández giró el cuello y contempló con sus ojillos grises a Castañeda.
—Puede ser. Pero eso no es suficiente. Atacaremos desde varios frentes. Ahora lo que necesitamos es más información. Esa reportera sabe algo que nosotros no.
—¿La vamos a ejecutar?
El señor Hernández volvió la cabeza hacia la ventana. La noche era profunda, llena de luz mercurial, sobresaliendo el resplandor de la torre mayor como una aguja brillante calvada en medio de la ciudad, allá a lo lejos.
—Sólo hasta averiguar quién es su fuente.

(Continuará)

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