miércoles, febrero 14, 2007

Columnistas

El sonido y la furia
Gerardo Oviedo

gerovio@hotmail.com



GAZAPO DE Y


a Noemí y José
por más de 50 años de amor relativo

"Se puede hacer la revolución dondequiera,
salvo en las administraciones;
incluso para acabar con todo hará falta destruir el universo
y sólo acto seguido las administraciones."
Karel Capek

No nada más los de afuera cometen errores sino también los de adentro. Pero como aquel viejo proverbio: “Es de sabios cambiar de opinión”, el viraje de 180 grados del PRD para que la Yunquista Ana Rosa Payán Cervera no fuera la candidata del Frente Amplio Progresista a la gubernatura de Yucatán, nos muestra que los Yerros pueden cometerse en cualquier parte. Pero la rectificación de ese instituto político ante semejante dislate señala que no todo está perdido. En noviembre vendrán las elecciones aquí en Puebla, y el caso de Yucatán podría ser similar a esperar a que, en función del pragmatismo político de los saltimbanquis, otra Ana del Yunque, Ana Teresa Aranda Orozco fuera ungida como candidata por esa izquierda de derecha, generando más problemas que soluciones.

CASTAÑEDA (PARTE 17)

Castañeda regresó a su departamento cerca de las dos y media de la madrugada. Durante todo el trayecto había pensado en el senador Beltrán, se hacía la misma pregunta una y otra vez: ¿Por qué quería encontrarse con la reportera? Pero en el ascensor ya no pensaba en eso. Sólo quería llegar a casa y descansar pues se sentía molesto consigo mismo. Sentía que lo que a él le pareció un descubrimiento importante, para el señor Hernández no lo fuera. ¿Acaso su cerebro se estaba deteriorando? Eso no era posible. En la escuela siempre le habían dicho que tenía un extraordinario poder analítico; un cociente intelectual por encima de sus condiscípulos. Por eso había llegado a donde estaba e iba por más. Abrió la puerta de su departamento. Colgó su sacó en el perchero donde la señora Miranda lo recogería al día siguiente. ¿La señora Miranda? Le llegó de pronto la imagen de esa mañana: él desnudo frente a su sirvienta. ¡Qué pendejada! Y toda la culpa la tenía su maldito estómago. Al pasar por el pasillo hacía su habitación presionó el botón de la contestadora mientras continuaba aflojándose el nudo de la corbata.
“Corazón, intenté comunicarme a tu celular pero estabas fuera del área... Sólo hablo para ver cómo sigues. Espero que ya estés bien. Llámame. Te mando un besote” Era la voz de Cecilia Macías, su ex compañera de universidad.
“Luis... Habla Federico, ¿cómo te sigues? Te sirvió la inyección. En fin... Necesito que pases al hospital para unos exámenes médicos... nada fuera de lo común... Comunícate. Chao”. Era el doctor Federico Núñez.
“Buenas tardes, hablamos del banco Santander para ofrecerle una súper promoción...”
Castañeda salió de su habitación y pasó rápido los demás mensajes. La mayoría eran de bancos, alguno de personajes grises que querían hacer cita con él. Otros más de reporteros que querían saber algo sobre la bomba que se había publicado esa mañana en el Imparcial. Llegó al final y el único mensaje que le interesaba no estaba. Tomó el teléfono y empezó a marcar, pero cuando ya iba en el último dígito, colgó. Pensó que no valía la pena. El amor en verdad era una estupidez, una reverenda estupidez. Pero como se llegaba a él. A Castañeda se le encogió un par de milímetros el corazón mientras intentaba abolir lo que sentía. Pero como no quería pensar, marcó el último dígito y espero. El teléfono timbró varias veces hasta que dejó de sonar. Marcó de nueva cuenta. Nada. El teléfono al que llamaba parecía estar muerto. Pero para cerciorarse marcó por tercera vez obteniendo la misma, inútil, respuesta.

Durante lo que restaba de noche no pudo dormir tranquilo. A pesar que no sentía dolor físico, Castañeda se movía de un lado para otro. Tiritaba. Se destapaba y se volvía a cubrir con el edredón. Por fin, cerca de las cinco de la mañana logró entrar en un estado de reconfortante somnolencia, pero cuando ya empezaba a quedarse dormido sonó su despertador. No lo pensó dos veces. Se levantó como si estuviera borracho, o lo qué él podía suponer que era una borrachera. Castañeda no bebía alcohol y no le gustaba. Fue directo a la cocina y prendió la cafetera, luego se dirigió a la regadera y se metió cuando el agua comenzó a entibiarse. Salió diez minutos después acordándose que Federico le había dicho que nada de irritantes. No le importó y se sirvió una taza cargadísima de café. Hoy no iría al partido, sino que viajaría a Cuernavaca para realizar lo que la noche anterior había acordado con el señor Hernández. Ya había hecho unas llamadas la noche anterior en la misma oficina del señor Hernández, pero esto siempre se tenía que tratar en persona. Salió a las seis y media de la mañana hacia el estado de Morelos. Seguramente a esa hora haría menos de 70 minutos por el periférico y la autopista.
Llegó a Cuernavaca a las 7:45. El sueño se le había pasado aunque sentía un poco arenosos los párpados sobre la retina. A las nueve de la mañana ya estaba de regreso a la ciudad de México y atrás de su BMW lo seguía un Jetta platinado conducido por un hombre de gafas oscuras. Al lado de este hombre había un sobre manila con un documento en blanco.
Al llegar al periférico los dos autos se separaron, uno se fue hacia la colonia Roma y el otro al partido.

Castañeda llegó y despachó toda la mañana en su oficina. El plan se había echado a rodar. Recibió de nueva cuenta la llamada del doctor Núñez y le contestó que al día siguiente debería estar en ayunas en el hospital Ángeles para un examen médico. Sólo sangre y un poco de orina, le había dicho Federico. No te preocupes, ahí estaré, contestó Castañeda, gracias. Te cuidas, finalizó el doctor.
Antes de la comida recibió la última llamada:
—Licenciado, le llama una reportera de la Gaceta Parlamentaria.
—¿Quién?
—De la gaceta parlamentaria. Nora Kauffman ¿Se la comunico?
Castañeda ya estaba guardando unos papeles en su portafolio. En eso se acordó del nombre.
—Comunícame, pero que sea la última llamada.
—Sí, señor —dijo la secretaria.
Castañeda tomó el auricular.
—¿Sí, diga?
—¿Licenciado Castañeda?
—Servidor.
—Disculpe la interrupción, habla Nora Kauffman de la gaceta parlamentaria.
—No se preocupe. ¿Dígame en que le puedo servir?
—No sé si pudiera concederme una entrevista con usted, miré estamos haciendo un cuadro de semblanzas para esté mes y no sé si recuerda que le hablamos hace dos semanas pero que por sus ocupaciones no pudimos concretar una entrevista y ahora estamos sobre tiempo. Será muy breve.
—¿Le parece bien para hoy?
—¿Hoy?
—Sí, como a eso de cuatro o las cinco aquí en mi oficina. Estamos de acuerdo.
—Gracias, licenciado. Ahí estaré.
Y colgaron.

Esa misma tarde Castañeda hablaba con Nora Kauffman sobre el señor Hernández. Ya en la entrevista, por la mente del secretario pasó por un instante la peregrina idea de que la reportera le preguntara algo sobre él, sobre su trabajo, sobre su carrera, pero no, la semblanza era sobre personajes verdaderamente importantes y Castañeda apenas era el viento que rodea la punta del iceberg. O para ser más precisos, era la persona invisible que sólo aparecía cuando su jefe desaparecía. Pero esto a fin de cuentas era secundario en este momento. Castañeda respondió longitudinalmente cada una de las de las preguntas de la reportera. La semblanza de los personajes que la gaceta proponía debía ser contada por las personas cercanas a las figuras.
Cuando Nora Kauffman ya tenía lo suficiente para su trabajo, deslizó maliciosamente la siguiente pregunta:
—¿Y qué opina el señor Hernández sobre los sucesos recientes de corrupción y tráfico de influencias?
La pregunta no tomó por sorpresa a Castañeda. Incluso la estaba esperando desde hacía rato. Eso le daría la pauta para entrar en la materia que a él le interesaba.
—¡Pero esa pregunta no esta contemplada en la entrevista! —contestó indignado.
Nora Kauffman se sonrojó. Había querido tirar un anzuelo y había sido bateada con un certero home run a kilómetros de distancia.
—Lo siento, licenciado.
Castañeda tomó aire. Le gustaba hacer eso. De hablarle de usted a Nora Kauffman pasó al tú, ese tú que era señal de confianza para los demás y de poder para él:
—Oh, no te preocupes, que más da. Hoy por ti, mañana por mí. Pero que esto quede entre nos, ¿eh?
Los ojillos bovinos de Nora Kauffman brillaron de repente. Castañeda continuó:
—En verdad no sé que opiné el señor Hernández, pero conociéndolo, podría jurar sobre la constitución que pedirá que se esclarezca todo y se llegue hasta sus últimas consecuencias. Está muy disgustado con esta situación. Imagínate, si fuera verdad todo este asunto, se estará manchando la honorable imagen de todo el congreso. Y eso no se vale. Hay hombres que han trabajado duro toda una vida para que hechos como este manchen la vida institucional. Que los embarren de suciedad no se vale. Pero se llegará al fondo de todo esto. Puedes estar segura. En fin, eso sería cuestión de preguntarle a él, pero te repito, casi podría asegurar que esa sería su opinión.
Nora Kauffman bajó la mirada desilusionada. No era la respuesta que esperaba. En realidad ella no sabía por qué había preguntado algo que de antemano sabía la respuesta institucional. Y como en política si recibes algo, algo tendrás que dar. Nora Kauffman esperó su castigo.
—Sé que eres amiga de Elena García Fuentes —le tocó ahora el turno a Castañeda.
Nora Kauffman abrió la mandíbula como tal vez una vaca loca la abriera al pastar sobre hierba cruda. Pero logró controlar un leve temblor en le músculo macetero.
—Sólo somos conocida. Nada de amistad. En esto no puede haber amistades. Sería peligroso.
—Como sea —y clavó su mirada sobre los ojos vacunos de la mujer gorda—. ¿Sabes de dónde sacó la información? Digo, nos sería de mucha utilidad para iniciar una investigación.
—No —contestó trémula.
—¿No sabes quién es su contacto?
—No.
—¿Su fuente?
—No, licenciado. No lo sé.
—En fin —suspiró con pesadumbre, proyectando una desilusión que difícilmente podría ser enmendada—. Gracias por tu cooperación. Buenas tardes.
Nora Kauffman se levantó, giró sobre sus talones y estaba a punto de salir cuando se detuvo y giró.
—Es que no sé, lo juro—dijo Nora Kauffman—. Si parecía tan tonta.
—Pues ya ve que no —regresó Castañeda al indiferente usted—. Buenas tardes.
Nora Kauffman salió llevando la impresión que había cometido una estupidez. Pero su trabajo a menudo lo exigía. Ser reportera y no venderse de vez en cuando era como querer ser madre por la gracia divina.

(Continuará)

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