CUITLATLAN
Los saldos del Lydiagate
Fermín Alejandro García
Este día se cumple el primer año de que se difundieron las grabaciones telefónicas que provocaron el escándalo del Lydiagate, cuyos efectos se pueden medir de esta manera: se desató en Puebla la crisis política más severa de los últimos 34 años, pues en las casi tres décadas y media anteriores a este triste episodio, ningún gobernador poblano había sido investigado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) ni había sido exhibido por la prensa nacional, y mucho menos se puso en riesgo su mandato, tal como ha ocurrido con Mario Marín Torres.
El último mandatario estatal que se metió en problemas extremos fue Gonzalo Bautista O’Farrill, quien tuvo que dejar el puesto en mayo de 1973, cuando apenas llevaba un año de su mandato, luego de que su gobierno estuvo involucrado en la matanza de cuatro estudiantes y un maestro de la UAP durante el desfile del Día del Trabajo, así como del dirigente universitario Joel Arriaga Navarro. El jefe del Ejecutivo entró en confrontación con la Federación, y eso le costó el puesto.
Luego de Bautista, los seis gobernadores que siguieron, en menor o mayor medida, siempre buscaron no involucrarse en grandes escándalos y nunca, ni en sus peores momentos –como cuando por ejemplo se descubrió que Mariano Piña Olaya había vendido a Kamel Nacif la reserva Atlixcáyotl-Quetzalcóatl–, peligró su permanencia en el poder o se generó una crisis política como la que se vivió en Puebla a lo largo de 2006.
La difusión de las grabaciones telefónicas del Lydiagate el 14 de febrero del año pasado fue un golpe demoledor para el actual grupo político en el poder, no solamente por la cobertura que la prensa nacional e internacional le dio a este asunto, sino porque se vieron involucrados temas sensibles para el grueso de la población, como son:
La protección a redes de pederastas, abusos de poder contra una mujer –en este caso la periodista Lydia Cacho Ribeiro–, la venta del aparato de justicia y la coerción a la libertad de expresión.
Para apreciar la magnitud de ese descrédito es necesario tomar en cuenta los siguientes datos:
De acuerdo con un sondeo de La Jornada de Oriente, Mario Marín llegó a su segundo año de gobierno con un índice de popularidad envidiable, ya que los aprobaban siete de cada 10 ciudadanos con teléfono del municipio de Puebla.
Un mes después, cuando ya se habían difundido las conversaciones entre Marín y Kamel Nacif, apareció el mote del góber precioso; el gobierno no supo enfrentar la crisis y se parodió en televisión la actuación arbitraria de la administración marinista en la detención de Lydia Cacho; la popularidad del jefe del Poder Ejecutivo se derrumbó más de un 50 por ciento. Se llegó al límite de que solamente aprobaban al mandatario tres de cada 10 ciudadanos; es decir, se invirtieron las cifras.
A un año del Lydiagate, el mandatario ha recuperado parte del prestigio perdido, pero es insuficiente, pues la última medición que hizo este diario, apenas hace unos días, señala que solamente cinco de cada 10 aprueban el desempeño del jefe del Poder Ejecutivo.
Es decir, el gobernador sigue 20 puntos debajo de su mejor marca, y hasta ahora no se aprecia una estrategia de mejoramiento de la imagen pública del mandatario.
Electoralmente no está de sobra recordar que el PRI, en el último proceso electoral perdió, en el estado Puebla unos 400 mil votos.
Sería incorrecto decir que se debe exclusivamente al llamado “efecto precioso”, ya que mucho contribuyó el descrédito del tricolor y lo mediocre que resultó ser Roberto Madrazo como candidato priista a la presidencia, pero sí contribuyó también el Lydiagate para que se perdieran plazas que hasta hace unos pocos años parecían ser costos irreductibles del tricolor.
A principios de 2006 el PAN era un partido sumido en el marasmo y sin posibilidades de conquistar el poder. Meses después arrasó en todo el estado de Puebla, y los marinistas se vieron obligados a pactar con Acción Nacional la protección del jefe del Poder Ejecutivo.
Ahí no terminó todo. Las cosas están dadas para que la suerte de Mario Marín Torres continúa dependiendo del Partido Acción Nacional. Y eso parece que seguirá provocando estragos en su gobierno.
Casique protege a Omar Álvarez
A propios y extraños sorprendió la actitud que a principios de año mostró Omar Álvarez Arronte, quien siendo secretario de Seguridad Pública y Tránsito Municipal empezó a indisciplinarse en contra del gobierno de la ciudad de Puebla, a tal grado que el edil Enrique Doger le pidió su renuncia. Para intentar entender qué había pasado con este funcionario que parecía ser leal al dogerismo se ordenó, en enero de este año, una investigación política del desempeño que tuvo este personaje en el ayuntamiento.
Es la fecha que no se tiene el resultado de esa investigación como consecuencia de que un alto funcionario ha frenado esa indagatoria. Se dice que quien no ha permitido revisar el desempeño que tuvo Álvarez Arronte es Javier Casique Zárate, quien en enero de este año fue nombrado secretario de Gobernación municipal.
Incluso se sospecha que Arronte una vez que salió del ayuntamiento y empezó a mostrar sus cercanías a la “burbuja marinista” ha seguido teniendo acceso a información privilegiada del gobierno municipal, como son los intentos de investigación en su contra y todo lo que se comenta en el ayuntamiento en torno a su persona.
Y eso es posible debido a la cercanía de Arronte con Casique, entre quienes nació una estrecha relación cuando el primero era secretario de Gobernación y el segundo subsecretario de la misma área. Ambos ejercían desde esas posiciones el control político de la Comuna y de grupos de ambulantes.
Se dice que pese al rompimiento y declaración de guerra de Arronte en contra del dogerismo, eso no ha significado un alejamiento de Casique, con quien se reúne cada jueves a jugar domino. Una semana el encuentro es en Atlixco y la siguiente en un salón social que se ubica por el rumbo de Ciudad Universitaria.
¿Sabrá de esta relación el edil Enrique Doger? Pues este asunto huele a que tal vez el alcalde en breve podría enfrentar un nuevo acto de deslealtad de un personaje que se supone debería ser uno de sus hombres más leales.